Para Javier Long
Y de pronto, en
medio de la niebla de hollín, en medio del sonido de la pólvora y de las
oraciones de mi abuela, vi acercarse a un hombre negro, alto, corpulento, calvo
y con una cicatriz grande en la parte izquierda del rostro. Se detuvo
frente a mí por un momento, y después de tomarse un trago de la botella del
whiskey barato que traía en su mano, justo cuando nadie nos observaba, cuando
todos miraban las luces en el cielo y celebraban la muerte del año, el
misterioso peregrino me dijo con una voz ronca, seca y difícil de olvidar: ¡hay
dos puestos!, y luego fue como si se marchara para siempre.
Nunca más le he vuelto a ver. Pero
hay veces, en noches como la de hoy, que creo escucharlo todavía caminando por
allí…
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