Le digo que la
vi, amigo. Fue hace muchos años que ya
casi ni me acuerdo. Pero sí la vi,
porque si no, no le estuviera diciendo nada.
Yo no soy hombre de mentiras. No
recuerdo los detalles; donde o exactamente cuándo, pero recuerdo algunas
circunstancias. Eso sí lo recuerdo. Yo tenía un pie fracturado, o tal vez los
dos, o quién sabe si los dos y un brazo.
Estaba en cama. Con los huesos en
pedazos como quien dice. No una cama
cualquiera, sino en un catrecito de lona blanca que me hizo un viejo ebanista
del barrio. Muy cariñoso el viejo
ese. Tal vez era un hospital, tal vez
era mi casa; comprenda que me falla la memoria.
Yo estaba exhausto del dolor. El
dolor no me dejaba dormir en las noches ni de día tampoco. Cansado de resistir, peleando una batalla
perdida; así me encontraba. Fue un día
de estos, de estos miles días de dolor que pasé (que gracias a Dios ya
pasaron); un día de estos fue que la vi.
La recuerdo vívidamente. Creo que
la recordaré hasta el día en que me muera.
Ojalá sea el último recuerdo que tenga en mi mente cuando fallezca. Salió de una de las habitaciones
contiguas. Venía barriendo y cantando y
bailando. Fue como ver a la virgen, solo
que más bonita por calle. Tenía el
cabello negro, largo, su piel blanca, labios delgados y unos ojos grandes y
bonitos como nunca más los he vuelto a ver.
Era joven. Tal vez mayor que yo,
tal vez menor. Quién sabe. Venía cantando. Todavía recuerdo su voz. Cantaba una de Camilo Sesto, o Roberto
Carlos, o Julio Iglesias, o Rudy la Escala, o Roció Durcal o tal vez todos a la
vez. La cosa es que venía cantando,
amigo. Y con su voz me sacó por unos
minutos del hastío y del cansancio. Y en
medio de toda mi desgracia me hizo sonreír.
Y ella bailó alrededor del catre.
Con su trajecito rojo de bolitas blancas. Y yo la seguía con la mirada y ella me
sonreía y yo le sonreía también. Y le
dije que se casara conmigo, casi sin conocerla, que yo la iba a hacer feliz para
siempre. Ella no me respondió. Y cantamos un buen rato. Cantamos una mañana entera, o una tarde
entera. No sé. Usted no se imagina lo que es recordar
aquella visión tantos años después. Era
ella, amigo: la mujer más bonita. No le
hablo tonterías. Era la mujer más
bonita, y el que me contradiga puede irse al carajo. La tuve un ratito esa mañana. Bailando y cantando para mí. Y después se fue. Y la he buscado por años sin encontrarla en
las miradas de las mujeres en la calle.
Con la esperanza de verla de nuevo, aunque sea un momento más. Sé que reconocería esos ojos en donde
fuera. A veces creo que la he perdido
para siempre. Pero otras veces creo que
nunca la he perdido y nunca la voy a perder.
Y le digo que yo daría cualquiera cosa.
Incluso dejaría que me rompieran una pierna, o las dos, o si quieren las
dos y el brazo izquierdo y que me acostaran en el mismo catre, en la misma
sala, en el mismo año aquel. Y que me
dejaran preso en el tiempo con ella, sin envejecer, los dos atrapados en la
misma salita cantando por siempre. Le
digo que yo daría cualquiera cosa, amigo, todo para verla aunque fuera una vez
más…
Para la mujer más bonita,
Ana Aracely Barahona Montenegro,
mi mamá.
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