Como
muchos, he llegado a Antonio Di Benedetto a través de Roberto Bolaño. Escuché por primera vez su nombre en una
entrevista de Bolaño en la cual dejaba entrever la admiración que sentía por
este escritor Argentino, no tan conocido como sus contemporáneos Cortázar y
Borges (por mencionar algunos).
En su
relato “Sensini”, Bolaño cuenta más o
menos la relación tuvieron y menciona brevemente una novelita del tal Sensini (alter ego de Di Benedetto) llamada Ugarte. Esta novela no es otra que “Zama”, una obra
que Bolaño describe como un “Kafka colonial”. Conseguí la novela y la devoré en unas cuantas
sentadas. Muy amena, la recomiendo.
Pero
la razón de esta entrada es compartirles un pequeño extracto de Zama, que más
allá de llamarme la atención, me pareció magistral. En él, el protagonista, Diego de Zama, un
letrado del siglo XVIII en el Virreinato del Río de la Plata, reflexiona en la
soledad de su alcoba.
“Me
remontaba a la idea de un dios creador. Un espíritu que no hacía pie en nada,
capaz de establecer las leyes del equilibrio, la gravedad y el movimiento. Pero
su universo era una rotación de bolillas, mayores o menores, opacas o
luminosas, en un espacio preciso, como recortado por el alcance de una mirada,
en el cual el sonido resultaba inconcebible.
Entonces, por mis necesidades, el dios creador tomaba la figura de un hombre, pero no podía ser
verdaderamente un hombre, porque era un dios, ajeno y remoto. Un anciano de
melena y barba blancas, sentado en una roca, que contemplaba con cansancio el
universo mudo. Sus cabellos eran de
siempre blancos. Había nacido anciano y no podía morir. Su soledad era atroz.
Aciaga. Como un dios no puede crear dioses, pensó crear al hombre, para que
éste los creara. Creó entonces la vida.
Pero antes de crear al hombre, hizo las culebras, los gérmenes de la peste y
las moscas, dio fuego a los volcanes y removió el agua de los mares. Precisaba extirpar el tormento y una cierta
cólera que la soledad había puesto en su corazón. Después realizó una obra de
amor: el hombre, y lo rodeó de bienes. Pero el dios fracasó, porque el hombre
creó multitud de dioses que no miraban bien al primero, no sólo se repartieron
el universo, sino que algunos de ellos impusieron hegemonías. El mayor fracaso
del dios consistió en que podía ver al hombre, pero el hombre no podía verlo a
él, no podía devolverle ninguna de sus miradas enternecidas de padre. El dios quedó solo e irritado. Dejó que los
frutos del bien se multiplicaran por sí mismos o por obra del hombre; pero no
eliminó los males y desde entonces, para manifestar su presencia, se complacía
en agitarlos, ora aquí, ora allá. Otros dioses advenedizos le ayudaban.”
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