miércoles, 14 de marzo de 2018

Colorao' (Q.D.E.P.)

Mil novecientos noventa y seis; once años tenía...

Mamá me levantaba temprano.  Luego me sentaba en el portal en una sillita mecedora de cuero hecha por mi abuelo.  El fresco de la mañana, los rayos del sol de frente, son vitamina d, decía mamá y la expectativa.  Al poco rato, bajando por la calle 45 norte, se acercaba un hombrecillo con el uniforme celeste del IDAAN.  El rostro enrojecido por el calor de la calle; Colorao’ venía a traer el recibo del agua.

¿Cómo le va, Doña Chela?, amiguito ¿cómo estás? y yo emocionado sin saber muy bien que contestarle.  Ese mismo año, después de su segundo título con el San Francisco F.C., accedió a firmarme un autógrafo.  Recuerdo que le dio pena, mamá tuvo que convencerlo como si su firma no valiera un cuara.  Pero lo valía, lo valía para mí y los miles de niños que lo vimos defender incansable el marco del San Fran en aquel juego histórico frente al Plaza Amador.  Nadie pasa…

Luis "Colorao" Rodríguez, San Francisco FC, 1996.

Hace seis días falleció, Colorao’.  Sin homenaje ni pompa.  Bajo tierra, en las profundidades de una alcantarilla oscura.  Realizando un trabajo sin los equipos necesarios, según dicen.  Imagino que tienen razón.  Aquí casi todo funciona así.

Me da vergüenza.  Una vergüenza ajena de que seamos tan ingratos con quien nos dio tanta alegría, por quien se abrieron tantas cervezas.  Un chorrerano entre los chorreranos.

Debimos haber cuidado más a Colorao’.  Darle el valor que se merecía: una ayuda económica o un oficio relacionado con el deporte donde tanto hubiera podido aportar.  Qué sé yo…  O al menos, si no había para más, darle un tanque de oxígeno para que el tipo pudiera hacer su trabajo de forma segura.

Son casi las dos de la mañana.  La mayoría duerme mientras Colón se está cayendo a pedazos y yo aquí que no me termino de convencer de vivir en un país en donde nuestras glorias deportivas mueren en las cloacas.

miércoles, 7 de marzo de 2018

La muerte y el ajedrez

La muerte es inherente al juego de ajedrez.  Las piezas, pequeñas representaciones humanas de un rey, su reina, los obispos, los caballeros, los soldados y la artillería, mueren una y otra vez en batallas feroces solo para reencarnar en la partida siguiente.

No mucha gente fallece jugando ajedrez.  Dicen que Alexander Alekhine, 4to Campeón del Mundo, falleció frente a su tablero en su cuarto en un hotel en Estoril, Portugal, mientras se preparaba para disputar el Match por el título Mundial contra el ruso, Mijaíl Botvínnik.  José Raúl Capablanca, 3er Campeón del Mundo, murió mientras observaba una partida informal en el Club de Manhattan.  Casos como este hay puñado.  Morir jugando ajedrez, morir haciendo lo que más te gusta por momentos me parece un privilegio, una suerte.

 Escena de la película sueca Det sjunde inseglet (El séptimo sello).  En ella se ve a la muerte frente a Antonius Block, caballero cruzado, frente a un tablero de ajedrez.

El ajedrez por correspondencia por su parte, funciona diferente.  Quienes practicamos esta modalidad nos enfrascamos en titánicas luchas teóricas que pueden durar años (he tenido competiciones de más de seiscientos días) en el estudio de ciertas posiciones consultando todo cuando tenemos a mano: bases de datos de partidas y tablas de finales, enciclopedias de apertura, motores de análisis, etc.  El ajedrez postal es un examen a libro abierto, como suelo explicarle a quienes preguntan cómo funciona.

Generalmente intercambiamos correos entre los competidores: “Mucho gusto, me llamo Fulano de Tal, tengo tantos años, trabajo en X empresa, etc.”, “¿Cómo está la familia?  ¿Viste el juego de futbol el fin de semana?”.  Creamos un nexo inevitable.  Nuestro combate nos mantiene en contacto por mucho tiempo.  Llegamos a sentir un verdadero aprecio por nuestros rivales y a forjar amistades que trascienden el deporte.

Hans-Peter Mergard

El día de hoy he recibido la triste noticia del fallecimiento de Hans-Peter Mergard, maestro alemán con quien competí en las Preliminares del Campeonato del Mundo de Ajedrez Postal (ICCF).  Gran persona.  Buen jugador.  Tenía 73 años.  Le sobreviven su esposa y una hija.

SIM Alfredo Cilloniz Razzeto

Por desventura es la tercera vez que recibo una noticia como esta.  La primera vez fue en el año 2013, cuando me enfrenté al SIM Alfredo Cilloniz Razzeto.  Uno de los mejores exponentes de esta modalidad del Perú.  Su muerte me sorprendió realmente pues su fallecimiento llegó cuando se encontraba en posición ventajosa en nuestra partida.  Me superaba en experiencia por mucho.  Este año se realizará una copa en su honor.

CCE Verenzuela, Jesús

La segunda vez fue durante la pasada Olimpiada ICCF, en el segundo tablero.  En esta ocasión fue el Experto Jesús Verenzuela de Venezuela cuyo caso fue particularmente emotivo por el hecho de que obtuviera su título de Experto y una norma de Maestro después de su fallecimiento como si hubiera seguido peleando aún después de partir.

Estas tres muertes me han hecho meditar sobre el tema de este post, me han hecho pensar que algún día yo también dejaré partidas sin terminar, que en un momento no responderé los mensajes de mis rivales y no enviaré más mis respuestas a sus jugadas y que ellos notarán mi ausencia y probablemente me escriban como yo lo hice en su momento: “¿Está todo bien?  Tengo tiempo sin recibir tus jugadas.  Escríbeme cuando puedas” y tal vez algunos días después el director del torneo o el árbitro anunciará mi muerte tras confirmarla con mi Federación.

¿Me extrañarán cuando no esté?  ¿Se preguntarán acaso cual hubiera sido el desenlace de nuestro juego?  No hay forma de saberlo.  Lo que sí sé es que llegado mi momento tendré una muerte como la de Alekhine, frente a un tablero digital en el ciberespacio esperando por mi movida para desentrañar los misterios de su posición.  Al final del día todos los ajedrecistas postales morimos como campeones del mundo, tratando de entender un juego imposible, en busca de la movida perfecta.

domingo, 4 de marzo de 2018

El último caminante (Para mi papá) - *Sin editar


Siempre fue parte de mi vida.

Un martes de carnaval cualquiera, el año escójalo usted; papá alistaba su mochila de guerra como las que trajeron los gringos en el ’89.  Ropa, un par de zapatillas extras, doce o quince pastillas Motrin de 400 miligramos para el dolor, vendas elásticas, Cofal fuerte, un paquete de Maicena, curitas, jabón, un par Gillettes para las ampollas, su reverbero y quien sabe que otras cosas.  Después lo veía colocarse un gran hábito color púrpura hecho por mi abuela y mi mamá, con botones de oro en el hombro izquierdo y una gran cruz latina dorada en la espalda.  Una cinta en la frente, con la que yo jugaba de corbata, del mismo color de su vestido, al estilo de Rambo, un sombrero pintado para protegerse del sol y los lentes Ray Ban aviador.  Ya casi me voy, Chela.

Papá se iba de casa de nuevo.  Un llanto y miedo.  Miedo de golpearme cuando papá no esté.  Tengo que quedarme quieto.

Hazle caso a tu mamá.  No estés saltando en la cama.  No llores que yo vengo en unos días.  Voy a pedirle al Santo.  ¿A pedirle qué, papá?  Voy a pedirle por ti.

La Chorrera, Capira, Chame, San Carlos, Río Hato, Antón, Penonomé, Natá, Aguadulce, Divisa y Atalaya.

Ruta de La Chorrera a Atalaya resaltada. 

Cinco días y 211 kilómetros más tarde, regresaba papá.  Lleno de lesiones, de cicatrices e historias del trayecto.  Cojeando.  Contento de haber cumplido.  Con cuentos de brujas, de duendes, de amigos y buenos samaritanos.  De encuentros con otros caminantes: de Enrique Credidio que hizo la ruta descalzo, de Flecha Veloz, del capitán.  Y otro botón, de los que tenía mi abuela en la gaveta de su máquina de coser era hilvanado en su manto.

Treinta años después ya no quedan peregrinos en los caminos.  Es una tradición perdida del siglo pasado, dicen.  Solo uno se mantiene.  Ahora está viejo.  Divide su promesa en diferentes tramos y le pide perdón al Santo por que le faltan las fuerzas de antaño.  Nadie ha caminado tanto como él, ha recorrido más distancia que de Panamá a Guatemala en sus nueve peregrinaciones en un esfuerzo casi inhumano, sin temor y con fe; el Santo lo sabe y lo perdona.  Sé que sería capaz de darle la vuelta al mundo a pie por nosotros si tuviera el tiempo…

Como quisiera acompañarlo en sus cansancios, pero tengo que conformarme con llevarle agua y animarlo mientras descansa.  Te ves bien.  Te veo fuerte, papá.

Todavía se despide los martes de carnaval.  Ya no tengo miedo.  El llanto lo ponen mis hijas.

Hazle caso a tu mamá.  Pórtate bien.  No me regañen a Lluvia.  No llores, Luna, que yo vengo en unos días.  Voy a pedirle al Santo.  ¿A pedirle qué, abuelo?  Voy a pedirle por ti.